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Reseñas


Lo tangencial se vuelve esencial Alice Munro: The Love of a Good Woman

María Luisa Domínguez
Christine Hüttinger

 

El título The Love of a Good Woman (El amor de una mujer generosa) puede desencadenaren el lector una larga lista de expectativas. Evoca libros de mujeres, esos libros color rosa que pretenden reconfortar en el tedio del quehacer cotidiano, al crear castillos en el aire, castillos perfectos donde siempre lo bueno se impone, lo malo es vencido, la heroína, con la que inmediatamente se identifica la lectora, recibe finalmente su premio, que consiste en el reconocimiento de su cualidad interna e intrínseca, y tendrá esposo, riqueza, belleza… El centro de la existencia femenina es el amor. Una mujer generosa es ejemplo para las otras y, simultáneamente, guía y faro para sí misma. Sugiere una letanía de lugares comunes y finales felices desligada de las grescas y grietas de la vida real. Los cuentos narran la historia de mujeres; claro, ellas conviven con hombres, pero lo que le importa a Munro es la perspectiva de la mujer. Ella se declara feminista, pero no militante, no de manifestaciones públicas y callejeras. Esta autora está considerada la voz narrativa viva más importante de América del Norte y su nombre se barajea entre los que han sido considerados para el premio Nobel. Es la escritora más leída de Canadá, pero poco conocida fuera de su patria. Las razones son diversas: su radio geográfico se restringe a las provincias canadienses del sur y del oeste, y, como ya se mencionó, su insistencia en la perspectiva de la mujer. Su admirador, Jonathan Franzen, dice que sus cuentos son como tragedias, dramas implacables (por cierto, Munro no está de acuerdo con esta opinión). Otra razón, quizá, de su falta de popularidad es el hecho  de que escribe short stories, forma literaria considerada menor en comparación con la novela.

La biografía de la escritora es la de una mujer como cualquier otra. Munro dice que tenía dos pretensiones en su vida, una era casarse con el hombre amado y la segunda, ser escritora. Una buena parte de su existencia la consagró a ser ama de casa. Siendo madre de tres hijas, el tiempo que dedicaba a escribir era siempre tiempo robado. Como escritora, se caracteriza por un trabajo arduo, de estilo pulido, que, sin embargo, sufrió muchos rechazos antes de ser aceptada. Considera a Flannery O´Connor su maestra. El cuento Save the reapor –por ejemplo- comparte rasgos y temáticas del cuento de O´Connor, A Good Man is Hard to Find.

Munro recoge el hilo narrativo como por casualidad y así desarrolla el universo de sus cuentos. Michael Gorra (Crosssing The Threshold, New York Times Book Review, 1/XI/1998)  afirma que el punto crucial de sus cuentos es una visión retrospectiva  del  año 1960, y, en sus palabras, Munro “writes after the change about the world that was before”. El centro de sus cuentos, a menudo, lo constituye un acontecimiento terrible que, a la postre, pareciera diluirse en el tiempo y, debido a la perspectiva temporal, pierde su peso, su dramatismo y su importancia. Gorra concluye que Munro retrata a una generación de mujeres “which came to adulthood with one set of rules and then found it could live with another”.

En una entrevista, Munro dijo que no le gusta leer los cuentos de adelante hacia atrás, se los imagina más bien como una casa en la que se puede dar vueltas no predeterminadas, donde no hay un trazo fijo como el de una calle. La estructura de sus cuentos obedece a esta preferencia, y presenta objetos cotidianos fuera de su contexto, como el kit del optometrista,  Dr. M. Willens, expuesto en el museo regional.

El libro está integrado por ocho cuentos, cuyas protagonistas eligieron ser mujeres, hecho que asumen por decisión propia.

Tengo la sensación de que sólo entonces me convertí en hembra. Ya sé que eso estaba decidido mucho antes de que naciera y era evidente para todos desde el comienzo de mi vida, pero creo que fue sólo en el instante en que tomé la decisión de regresar en el momento en que renuncié a la lucha contra mi madre (…) y elegí la supervivencia frente a la victoria (la muerte hubiera sido la victoria), cuando asumí la naturaleza femenina.

Y, hasta cierto punto, Jill asumió la suya. Serena y agradecida, ni tan siquiera capaz de atreverse a imaginar aquello de lo que acababa de librarse, asumió amarme, porque la alternativa del amor era el desastre. (Alice Munro, El amor de una mujer generosa, Barcelona, RBA Libros, 2009, p. 316).

Punto crucial de todos los cuentos es esta decisión, que asume distintos matices, según los personajes. Tal es el caso de la señora Quinn (El amor de una mujer generosa), que elige la enfermedad y la muerte como alternativa a una relación sexual repulsiva (¿pero consensuada?) y a su complicidad en el silencio sobre el asesinato del señor D. M. Willens, el lascivo optometrista que exigía como pago a sus servicios que “la tumbara y la montara como hacen los sementales con las yeguas. Y aquello era un mete y saca sobre el duro suelo mientras él la empujaba con tal fuerza que casi la partía en dos” (Munro: 64). Mientras, Enid, la enfermera que tomó esa profesión en contra de la voluntad de su padre, decide callar y no revelar su sospecha de que el doctor Willens no se suicidó, ya que abriga la esperanza de quedarse con Rupert y sus dos hijas en ese hogar: “convertiría aquella casa en un lugar sin secretos e impondría el orden” (Munro: 77). Enid cuida a Mrs. Quinn, quien padece insuficiencia renal, y afirma que nunca antes le había repugnado un paciente, pero ésta –en particular- sí. ¿Por qué? ¿Porque está enamorada del esposo? ¿Porque sospecha un secreto horrible? ¿Porque realmente esta enferma es tan antipática? Munro provoca preguntas, pero no da ninguna respuesta contundente. Tal como se percibe el hedor del cuerpo de Mrs. Quinn, se puede percibir el de su mente. Nunca se sabrá si las palabras vociferadas por la moribunda, la confesión de que Dr. Willens era su amante y que fueron sorprendidos por el esposo, quien lo mató en un ataque de ira, corresponden a los hechos. Michael Gorra apunta al respecto: “Enid must decide how to respond to ´an entirely different possibility from the one she had been living with´.”

Claro que existe la posibilidad de vivir en el anonimato colectivo de “Las Mónicas” (Yakarta), quienes preservan la tradición de dedicar su vida a ser únicamente madres y amas de casa, aunque esto repercuta en que “sus responsabilidades, su despliegue de progenie, su carga maternal y su autoridad pueden aniquilar el brillo del agua” (Munro: 80), no como Kath, que se vio obligada a dejar su empleo en la biblioteca pública de Vancouver a causa de su embarazo, para que su aspecto no molestara a los lectores y, después, en la playa, “Cuando le da el pecho a su bebé suele leer al mismo tiempo, a veces fuma un cigarrillo, para así no hundirse en el fango de la mera función animal” (Munro: 80).

Un detalle que pareciera ser fortuito, sirve como título del cuento La Isla de Cortés, es decir, la nota de un periódico acerca de un incendio en este inhóspito lugar, que deja vislumbrar una tragedia no explícita. Empieza la historia con el apodo que se le da a “la pequeña novia”, la Yo- narradora, luego retomado por la odiosa señora Gorrie, pequeñoburguesa, chismosa, harta de su vida atada a un esposo parapléjico al que tiene que atender, y que, sin embargo, trata de adornar su existencia insatisfecha con esa inclinación femenina - sustituto de  la belleza real - de poner adornos, encajes y buen comportamiento en la cúspide de sus valores, tratando de sojuzgar a la joven que renta, en el sótano de su casa, un minúsculo departamento amueblado. De este espacio, la joven recuerda con nitidez la cortina que separaba la alcoba de la cocina por ser la visión que tenía enfrente durante sus apasionados encuentros nupciales. Intenta abrirse camino como escritora y buscar un trabajo remunerado,  forjarse una existencia propia. La señora Gorrie le insta a visitarla para tener con quien parlotear incesantemente. Pero en una ocasión le platica, como por casualidad, que estuvo en la Isla de Cortés. Eso le pareció interesante a la joven y le preguntó por más detalles. Sólo había osos, fue la respuesta parca, y, -en otra ocasión- le dice que ella también fue novia. Estas pinceladas son presentadas como casuales, sin importancia en el momento, hasta adquirir su luz funesta al final.  La Yo-narradora termina cuidando al señor Gorrie, hombre que le da asco, con su decadencia corporal, su mal aliento, sus gruñidos, su abyección.  “Cuando entraba en el baño después de que él hubiera estado allí, era como entrar en la guarida de una bestia infecta pero todavía poderosa.” (Munro: 127). Por una temporada le asaltaban en la noche pesadillas, sueños eróticos con este hombre que le era repulsivo, como si esto obedeciera a una suerte de magia que unía a la joven con el viejo decrépito.

Aparte, nada de lo que hace la joven, parece complacer al viejo. Sólo una vez, con impaciencia, le pide que le lea un recorte de periódico donde se relata el incendio. ¿Fue la ahora esposa tediosa una novia atractiva por la cual, incluso, se cometió un crimen? Munro, veladamente, plantea esta pregunta, pero no ofrece ninguna respuesta, como a ninguna otra pregunta. Lo malo existe, de dónde viene, qué alcance  tiene, no se sabe. La joven narra, hacia el final, la historia de su propio matrimonio, la historia de las casas y departamentos alquilados y comprados, cada vez ascendiendo más, mientras la relación entre ella y su esposo se va deteriorando. Entonces, ¿el incendio y la tragedia implícita que subyace al matrimonio de los Gorrie es  un símbolo, un Leitmotiv para la vivencia propia de la joven y la catástrofe ulterior de su matrimonio? El nivel superficial del cuento presenta la mirada de una mujer joven sobre un  matrimonio viejo, pero en el nivel profundo subyace otra historia, otra pregunta, es decir, la de la pasión y de la duración del amor (y, por qué no, de la vida misma).

Si estábamos  juntos era – y nunca se nos ocurrió que la gente mayor, nuestros padres, nuestros tíos y tías, estuvieran juntos por la misma razón– por pura lujuria. Nos parecía que el único afán de los mayores era de casas, de propiedad, de máquinas cortadoras de césped y congeladores y muros de contención; y, por supuesto, en lo referente a las mujeres, de bebés. Todas esas cosas, pensábamos, las elegiríamos o no elegiríamos en el futuro. Nunca creímos que nada de eso nos llegaría inexorablemente, como la edad o el tiempo.

Y ahora que me paro a pensarlo con sinceridad, no nos llegó. Nada llegó sin nuestra elección. (Munro: 119)

Este relato presenta a una mujer joven que se ve en un espejo que refleja su posible vida futura como una mujer madura e  insípida. “Todavía me encontraba en una etapa de convulso apetito, mi voracidad era casi angustiosa.” (Munro: 119). La señora Gorrie aconseja a la pequeña  novia cómo arreglarse, cómo enfrentar las minucias de la vida hogareña, planchar, doblar camisas, etc. La joven cree, en este momento, que eso no le atañe a ella, cuando, por ejemplo, mezcla camisas blancas con ropa de color tenue.

A Chess no le importa –dije yo, sin saber que eso sería cada vez menos cierto a medida que pasaran los años, inconsciente de que esos trabajos que entonces parecían incidentales, tan poquita cosa, se desplazarían desde la perifería de mi vida hacia un lugar central y de primera fila. (Munro: 125)

En el cuento Salvo el segador, Eve, actriz retirada, encarna a la mujer que está condenada, no por decisión propia, pero sí por una serie de malas elecciones, a la soledad; madre de Sophie y abuela de Philip y Daisy, ha alquilado una casita junto al lago Huron para gozar de la compañía de su familia; como resultado de un juego con su nieto, llega a una carretera solitaria, al final de la cual se encuentran cuatro personajes ominosos en una granja desolada. El ambiente amenazador los obliga a huir. También huyó uno de los cuatro, que resultó ser una joven prostituta ebria que le pidió aventón en la carretera y que le ofreció placer cuando “deslizó su mano a lo largo del muslo desnudo de Eve” (Munro: 166). Eve se queda sola, ya que la joven no va a la casa, a pesar de haber sido invitada, y su hija, sus nietos y su yerno, se marchan al día siguiente: “Se acostaría en su casa vacía (…) sin nada en la cabeza salvo el susurro del maíz, que quizá ya hubiera dejado de crecer, pero que todavía, en la oscuridad, emitía un ruido lleno de vida” (Munro: 173).

Pauline, protagonista del relato Las niñas se quedan, rehúsa verse reflejada en la imagen que proyecta su suegra, la madre de Brian, quien “ni siquiera quiere mirar el mapa. Dice que le desconcierta. Los hombres se ríen, están de acuerdo en que está sumida en la confusión mental. Su marido opina que le ocurre porque es mujer. Brian opina que le ocurre porque es su madre” (Munro: 176). Actriz aficionada, Pauline ensaya para representar Eurídice y termina enamorándose del director de la obra de teatro, un Orfeo contemporáneo que consigue rescatarla del infierno de monotonía y mediocridad en el que transita como una sombra, y le ofrece una alternativa a “aquello que cualquiera llamaría su vida real” (Munro: 193). Toma la decisión de fugarse con él.

Ella creía que nunca volvería a dar importancia al tipo de habitaciones en las que tendría que vivir o al tipo de ropa que se pondría. No recurriría a esa clase de ayuda para dar pistas sobre quién era, o sobre cómo era. Ni siquiera para darse una idea a sí misma. Lo que había hecho sería suficiente, lo sería todo.  (Munro: 198).

Haber tomado esta decisión implicó renunciar a la maternidad, aunque sus hijas, ya mayores, después de que ha transcurrido el tiempo, “no la odian. Por haberse marchado o no haber vuelto. Tampoco la perdonan” (Munro: 204).

Karin, una pequeña de diez años, tras haber sufrido quemaduras graves, salió del hospital con la certeza de que “nadie conocía la sensación sobria, victoriosa, que en ocasiones tenía al darse cuenta de hasta qué punto sólo podía contar consigo misma” (Munro: 240), ya que -a pesar de estar rodeada de adultos- es más madura que cualquiera de ellos (Asquerosamente rica).

Una mujer, huyendo de la hipocresía de su ex-prometido, lo único que consigue es destapar la cloaca adonde van a parar todas las inmundicias, tanto en sentido real como metafórico: “De la vagina han salido unos trocitos de gelatina de color vino, y sangre, y entre esa masa en alguna parte estaba el feto” (Munro: 261). R., quien había sido su profesor, más preocupado por la aprobación social que por la divina, al saber que estaba embarazada, le propuso que abortara, pues temía perder su trabajo en la Facultad de Teología; ella tuvo al bebé, al que dio en adopción y tiempo después fue a refugiarse a casa de su padre, un hombre frío y arrogante, respetable médico de la comunidad, que, sin embargo,  practicaba abortos clandestinos. En esta labor es asistido por la señora Barrie, de quien se sabe -después de la muerte del médico-  que lo chantajeaba, obteniendo cuantiosas ganancias a cambio de su silencio. Cierta noche ayuda a su padre a interrumpir el embarazo de Madeleine y, en determinado momento se identifica con ella, ya que, cuando estuvo preñada nunca sintió ningún tipo de afecto por el producto: “No podía ir más allá y estaba convencida de que no podía hacer nada para mover lo que sentía como un huevo gigantesco o un planeta en llamas, en absoluto como un bebé” (Munro: 261).

Antes del cambio podría ser una descripción condensada del quehacer literario de Munro, como señalan los críticos. Es el retrato de circunstancias anteriores a las actuales, de un desarrollo de la sociedad con valores muy conservadores que estaban a punto de resquebrajarse. El  cuento es una vuelta de tuerca lleno de contradicción e ironía escalofriantes. “Cambiar la ley, cambiar a la persona. Sin embargo, no queremos que todo – toda la historia – nos sea impuesto desde fuera. No queremos que lo que somos, todo lo que somos, nos venga dado de esta manera.” (Munro: 270).

En El sueño de mi madre narra una niña, desde que estaba en el vientre materno, hasta que tiene doce años. Jill, la madre, da a luz durante la recepción luctuosa en honor del padre, que murió (como un héroe) pocos días antes de que concluyera la Segunda Guerra Mundial.

Desde el momento de su nacimiento, la niña rechaza a Jill, se niega a ser amamantada por ella, llora frenéticamente todo el tiempo, pero más cuando toca el violín, se rehúsa a dormir en sus brazos, etc. “Éramos monstruos, la una para la otra, Jill y yo” (Munro: 303).

Una constante que recorre estos cuentos, la relación caótica madre-hija, encuentra en El sueño de mi madre su expresión más diáfana. ¿Qué representa la maternidad para la mujer: encontrar su lugar en la sociedad y renunciar a sus propios proyectos de vida? ¿Se puede ser madre e individuo a la vez? Jill ha postergado sus estudios en el conservatorio, y ha parido a una niña que la rechaza al sentirse rechazada. Tendrán que pasar muchos años para que las cosas se acomoden en su sitio.

Una de las cuñadas de Jill, Ailsa es la guardiana de las apariencias, a quien se presenta como sargento. Su contraparte es su hermana Iona, un manojo de nervios, que decide ser la madre sustituta de la niña; ella sí merece ser madre porque está dispuesta a renunciar a todo: el trabajo y el descanso. La madre de las dos mujeres y de George, en cambio, opta simplemente por escapar de la realidad y se muestra como senil.

Hasta cierto punto, se puede decir que el tiempo juega también un papel protagónico en este cuento, que inicia, como lo indica el título, con el sueño angustioso de una madre cuya hija recién nacida está desamparada en la nieve. Hacia el final del relato todo cobra sentido, cuando Jill, aturdida por el efecto de las pastillas que ingirió, cubrió a su bebé, profundamente dormida, por efecto de las mismas pastillas y Iona cree que la niña ha muerto asfixiada: “Pero Jill piensa que Iona se ha equivocado. Iona se ha metido en la parte del sueño que no es. Esa parte ha terminado” (Munro: 309).
Los múltiples detalles, aparentemente insignificantes e intrascendentes, que enriquecen los cuentos requieren de toda la atención del lector a fin de que no se extravíe en ellos, perdiendo de vista la trama principal.


Todas las protagonistas son mujeres; los personajes masculinos son un mero accesorio: esposos, amantes, hijos o padres que permanecen al margen de los conflictos que viven cada una de estas mujeres (¿o se trata de una sola mujer, con sus múltiples, variadas y contradictorias facetas?).

Alice Munro recorre vertiginosamente un Canadá que puede ser inhóspito, agreste y remoto o cosmopolita y moderno, donde los personajes buscan su centro. Esto siempre involucra la maternidad, las relaciones sexuales, el desencuentro madre-hija, el papel de la mujer como trabajadora, como ama de casa, como amiga. Simplemente… el papel de la mujer.