Traducción e interculturalidad
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Introducción
Como anuncia el título de mi
exposición, me propongo invitarlos a revisar conmigo algunos de los diversos
modos en que la traducción se vincula estrechamente con la
interculturalidad. Para ello, en un
primer tiempo expondré algunas consideraciones generales acerca de este
concepto, en torno del cual se eligió organizar el encuentro que nos reúne. En
segundo término haré una rápida revisión del surgimiento y del papel de la
traducción en algunas culturas de la antigüedad para desembocar, en una tercera
etapa, en el caso concreto de México. Por último, si de interculturalidad se
trata resulta imposible soslayar un acercamiento a nuestro tema desde los
recientes “estudios culturales” ya que sus incuestionables relaciones con la
traducción arrojan una luz muy reveladora para la comprensión de estos
fenómenos.
Interculturalidad
Para empezar, el eje central de los trabajos de este congreso es, de suyo, intrínsecamente complejo. El concepto de interculturalidad entraña una problemática multi y transdisciplinaria, pues quien dice intercultural sobreentiende conciencia de la alteridad, de la heterogeneidad, de la hibridez de individuos y/o grupos humanos. El ensayo de Todorov acerca de “la cuestión del otro”, que constituyó un parteaguas en esta materia, desmenuza esta cuestión crucial: descubrir que “el Otro […es] un grupo social concreto al que nosotros no pertenecemos, […] desconocidos, extranjeros cuya lengua y costumbres no entiendo…” (Todorov 1987:13), plantea un reto cargado de consecuencias. Por su parte, Carlos Pereda sostiene que “lo intercultural […] designa las interrelaciones de varias culturas en una sociedad, en una tradición” (Pereda 2004: 38). Así pues, en términos ideales, la “interculturalidad” debería consistir en la construcción cotidiana de una cultura en la que todos se reconocieran, en la que cupieran y participaran todas las personas, basada en el diálogo en un plano de igualdad entre los diferentes protagonistas con sus respectivos rasgos culturales.
En estos inicios de siglo, el paisaje dibujado por la globalización de la cultura entraña la traducción permanente, en sentido propio y figurado, de ideas e informaciones de procedencias diversas; de esto se desprende que el espacio que habitamos se convierte en una suerte de crucero o en un lugar de encuentro. Además, la dinámica migratoria propicia el mestizaje no sólo de los grupos sino de las identidades culturales con lo que los linderos entre ellas se tornan movedizos. Ante esto “los estudios más recientes acerca de los procesos de interculturalidad confirman que las lenguas en un contexto pluricultural no son ajenas a este fenómeno de hibridación; todo lo contrario, los idiomas intervienen de manera decisiva en la configuración del yo individual y colectivo”, (López Morales 2005: 54) Pero vayamos por partes:
En el estudio del fenómeno de la interculturalidad confluyen diversas
disciplinas, en virtud de la naturaleza compleja de dicha situación. Entre
ellas las que de manera más inmediata están vinculadas con las realidades
interculturales son las disciplinas relacionadas con el LENGUAJE dado que éste
es el instrumento privilegiado de la interacción entre los seres humanos.
Aunque el objeto de estudio, es decir las relaciones entre culturales
diferentes, fue abordado desde tiempo atrás a partir de enfoques comparatistas
por diversas disciplinas como la etnología, la antropología, la sociología, la
historia, la filosofía, la lingüística, la semiótica, la estilística comparada,
etcétera, la creación del concepto remonta a los años setenta del siglo
veinte, y actualmente está claro que el
término de interculturalidad asume
diferentes connotaciones y acepciones en función de las ciencias que lo
analizan.
A lo largo de la
historia de todos los pueblos, los procesos políticos, económicos y sociales
han entrañado el contacto de grupos humanos de distintas culturas y lenguas. El
fenómeno es palpable de manera más acentuada en el paisaje actual de los
Estados multiétnicos en los que se producen una gran variedad de contactos
plurales con y entre grupos de identidades étnicas diversas.
Sin alejarnos del campo
disciplinario de las ciencias vinculadas con el estudio del lenguaje, la
“comunicación intercultural”, especie de subdisciplina de la pragmática o del
análisis del discurso (derivados a su vez de la lingüística), remite a
“cualquier comunicación entre dos individuos o pueblos, en cualquier ámbito,
que no comparten una experiencia lingüística o cultural en común” (Thomas
1983:91).
Más cerca del espacio en
el que se centrará nuestro interés, desde la perspectiva de la traducción, es
preciso que el entendimiento que se busca entre dos comunidades pertenecientes
a lenguas y culturas diferentes, parta del presupuesto de que existe una equivalencia
en rangos entre dichas manifestaciones de ambos grupos, descartando la
pretensión de una superioridad de una sobre otra.
Considero necesario insistir en que mi exposición no apuntará específicamente a describir una situación que ya nos es familiar a todos porque, de una u otra forma, la vivimos cotidianamente, [1] sino más bien a identificar los procesos que dieron origen, a lo largo de la historia, al surgimiento de figuras clave como los intérpretes y los traductores, intermediarios clave del entendimiento entre los pueblos y de la circulación de conocimientos gracias a los cuales unos y otros evolucionan, después de pasar por complejas y dinámicas fases de interculturalidad. En fin, mi propósito central es subrayar cómo la naturaleza y los móviles de los contactos entre individuos o grupos de culturas y lenguas diferentes ponen en juego estrategias de comunicación que, por fuerza, entrañan procesos de interculturalidad. Que la mediación sea oral o escrita, cuando se sistematiza y se “profesionaliza”, coloca a quien la ejerce, intérprete o traductor, en la posición de puente propiciador de toda clase de intercambios.
La traducción en la historia.
En Después de Babel, aspectos del lenguaje y la traducción,
imprescindible estudio sobre el tema que nos interesa, George Steiner nos dice:
“…la traducción propiamente dicha, es decir, la interpretación de los signos
verbales de una lengua por medio de los signos verbales de otra, es un caso
particular y privilegiado del proceso de comunicación y recepción en cualquier
acto de habla humana.” (Steiner 1998, 422)
La necesidad de
comunicación entre grupos o individuos de diferentes lenguas y culturas no ha
sido el único motor del establecimiento de puentes lingüísticos de
entendimiento, sino que también el deseo de acceder a los saberes de los
vecinos los ha movido a aprender la lengua del otro. Y en ambos casos la
traducción ha desempeñado un papel medular, podría decirse que insoslayable, ya
que la difusión de conocimientos acumulados por ciertos pueblos, como el
griego, tuvo que pasar por la traducción.
Desde los tiempos más
remotos, el progreso científico que ha permitido el desarrollo de las
sociedades ha sido posible gracias a la traducción de los acervos creados en
otras latitudes. Así, muchos siglos antes de la era cristiana, en China
existían traductores oficiales ligados a las instancias gubernamentales que
tradujeron textos extranjeros portadores de ideologías cuyo impacto influyó
profundamente en la mentalidad local. Ese fue el caso de la importación desde
la India del budismo. Entre los años 148
y 171 de nuestra era, el persa An Shigao vertió al chino textos en sánscrito;
más tarde en el siglo V, Kumarajiva, religioso budista indio, se asentó en
China donde también tradujo varios libros y con ello fundó una floreciente
escuela de traducción determinante en el arraigo de esa religión en China.
Hacia los siglos XVI y XVII, esta tarea de traducción fue asumida por los
misioneros europeos que se interesaron en difundir ciertos conocimientos
científico-técnicos más adelantados en el mundo occidental.
El caso de la India
también subraya la importancia que revistió la traducción para su
desenvolvimiento. Por su carácter multicultural y multiétnico, este país ha
tenido que practicar la traducción a lo largo de toda su historia. Ya antes de
la era cristiana hubo contactos culturales y comerciales con el mundo
mediterráneo; gracias al conocimiento de textos griegos, diversas ciencias
llegaron, a través de la India, hasta los confines del Tibet, de Indochina y de
Indonesia. La llegada de portugueses, holandeses e ingleses a estas tierras,
propició una considerable actividad de traducción a partir del siglo XVI. La
presencia de estos extranjeros, jesuitas, viajeros o responsables de misiones
políticas, que se iniciaban en el sánscrito y en otras lenguas indias, ocasionó
una fuerte demanda de traducciones. Estos extranjeros recogieron manuscritos
literarios, lingüísticos, religiosos y filológicos, y además sentaron las bases
de los grandes centros de estudios, tanto en Europa como en la India. (Delisle
2005:91)
Es incuestionable que,
entonces como ahora -porque la globalización empezó con esos primeros
contactos-, los desplazamientos fuera de las fronteras de cada pueblo colocaron
en un primer plano las necesidades de comunicación que, de suyo, ponen de
manifiesto la gran diversidad de condiciones lingüísticas en que surgen dichas
necesidades. En tales condiciones, los puentes interculturales a establecer son
posibles gracias al paso por la traducción que así facilita, primero el
entendimiento y luego la circulación de ideas, saberes y objetos.
Si partimos del
presupuesto señalado anteriormente de que, cada cual en su respectivo espacio y
atendiendo a sus propias especificidades, tanto la traducción como la interculturalidad
apelan, como temas de estudio, a diversas disciplinas, entenderemos mejor que
tal coincidencia no es fortuita pues en ambas confluyen por definición las
ciencias humanas. Muchos especialistas sostienen que la traducción va de la
mano de la cultura y algunos llegan hasta afirmar que sin traducción no habría
cultura. Este aserto se apoya en el hecho de que tanto en un sentido sincrónico
como desde el punto de vista diacrónico, la mayor parte de la circulación de
conocimientos, entre pueblos y culturas diferentes, en el tiempo y en espacio,
ha sido posible gracias a la traducción. Mas la trascendencia de la traducción
no se reduce únicamente a ese papel de transmisora sino que al hacer accesibles
nuevos saberes y modos de ver la vida, da lugar a nuevas representaciones y
propicia cambios en las identidades. En pocas palabras, genera procesos de
interculturalidad.
La traducción en el nacimiento de la identidad mexicana
Ya evocamos cómo para
algunos pueblos de la antigüedad la traducción desempeñó un papel clave en su
evolución y en la consolidación de su identidad. Más cercano nos resultará el
caso que ahora expondré: el de la labor decisiva realizada por el Colegio de
Santa Cruz de Tlaltelolco durante la colonia porque allí se gesta la profunda y
radical transformación de la identidad del pueblo mexicano después del
parteaguas que fue la conquista española.
Para captar a cabalidad
la trascendencia de este capítulo de nuestra historia, en el que la traducción
fue la piedra angular de la metamorfosis que los misioneros encabezaron frente
a la sociedad indígena, y novohispana en un sentido amplio, no resulta ocioso
traer a cuento un antecedente emblemático en la historia de los misioneros
españoles. De todos es sabido que en los siglos XII y XIII, en España,
principalmente en Toledo y en Barcelona, la traducción fue practicada de manera
institucional, por así decir, ya que tanto la Iglesia como la Corona apoyaron
el rescate al latín y al romance de importantes obras de la antigüedad griega
que habían sobrevivido en árabe. En esta tarea de preservación y difusión del
saber filosófico y científico de la Edad Media, algunos judíos conversos
conocedores del árabe prestaron una ayuda invaluable pues con ello
revolucionaron el horizonte de conocimientos y las mentalidades de las
sociedades occidentales de la época. Y, por sólo mencionar un detalle del
alcance de estas aportaciones, baste recordar que la recuperación de los textos
de Aristóteles imprimió nuevos bríos a la reflexión filosófica en las nacientes
universidades europeas.
En la Nueva España,
junto a la lamentable destrucción de códices y monumentos depositarios de la
historia local, los frailes se dieron a la tarea de fijar en castellano lo que
lograban recuperar de la memoria indígena, una vez que consiguieron,
simultáneamente, ir aprendiendo las lenguas vernáculas y castellanizar a
algunos jóvenes especialmente brillantes, muchas veces nobles, que se
convirtieron en el soporte vital para su tarea evangelizadora. Sobre esa base
empezaron a construir los cimientos intelectuales para la edificación no sólo
de una nueva sociedad, sino de una nueva identidad.
El trabajo realizado por
los misioneros y sus discípulos consistió en el traslado, a menudo en ambos
sentidos, entre el latín, el castellano y el náhuatl, no sólo de textos
esencialmente para catequizar, sino también de documentos con otros contenidos.
A este proceso traductivo se le conoce como “traducción a cuatro o a seis
manos” ya que lo que el indígena conocía en su lengua era transmitido al fraile
quien se encargaba de formularlo correctamente en castellano y el revés, los
textos en latín o en castellano eran volcados al náhuatl, una vez que se
convino en utilizar la grafía latina para fijar las formas orales de las
lenguas locales. Gruzinski nos dice que los “españoles se veían obligados nos
sólo a traducir en el sentido literal del término, sino también a interpretar
lo que los indios accedían a decirles” (Gruzinski 1995:80). Lo sorprendente es
que en menos de dos generaciones, pese a las profundas diferencias de todo
tipo, los dos grupos de interlocutores comunicaban entre sí cada vez con menos dificultades.
La Dra. Gertrudis Payàs,
especialista en la materia, nos describe este proceso en los siguientes
términos:
La producción textual autoral de los
primeros años de la Colonia, con o sin imprenta, prácticamente todo es
traducción. Primero, seguramente, los léxicos bilingües para la labor
misionera, y luego, ya más formalizados los centros de estudio, las gramáticas
y los diccionarios, seguidos de los textos para doctrina, sermones y manuales
de administración de sacramentos. […] nada de eso era posible si antes no se
preparaban las condiciones de recepción de la masiva descarga cultural que se
venía, es decir, si no se operaba una traducción previa: la codificación y
transcripción alfabética de las lenguas; y eso no se podía hacer sin
colaboradores autóctonos fidelizados lo más posible a la causa colonial (Payàs
2006, 14)
De esta manera, la lengua indígena se
convirtió en la herramienta empleada por el colonizador para hacer valer su
razón, y su impacto fue tanto más poderoso cuanto que se trataba del idioma de
aquel al que se buscaba sojuzgar y ganar a la causa colonial. Por lo tanto no
es posible ignorar que entre las versiones en latín o en castellano del
catecismo (el del padre Ripalda o el del padre Plaza) y sus traducciones a las
diversas lenguas vernáculas existió un intermediario capaz de interactuar en
ambas culturas. Así ubicados, ya no cabe remitirse al papel que pudo desempeñar
la Malinche en los primeros contactos que Cortés estableció con los “vencidos”
como única explicación del paulatino intercambio entre españoles e indígenas
que desembocaría en la creación de una nueva sociedad. Sería como reducir un
fenómeno histórico por demás complejo a algo como una leyenda. Los intercambios
sociales se dieron por fuerza en diferentes estratos sobre la base de
denominadores comunicativos negociados, en esa fase de interculturalidad, entre
locutores de una y otra culturas. Y durante al menos todo el siglo XVI fueron
sobre todo los indígenas quienes desempeñaron ese papel de agentes traductores.
Pero si se piensa en el mosaico lingüístico existente en el actual territorio
mexicano antes de la llegada de los españoles (Gruzinski 1995:15), donde el
náhuatl funcionaba como lingua franca,
es evidente que la traducción se practicó intensa y ampliamente aunque, desde
luego no como la entendemos hoy en día. Estos intercambios acarrearon por
fuerza procesos interculturales palpables en la presencia en una cultura de
rasgos procedentes de otra y que investigaciones recientes han identificado en
vestigios de toda suerte: arquitectónicos, toponímicos, religiosos,
lingüísticos, de organización social, alimentarios, etcétera. Con esto
simplemente queremos subrayar el papel central que, desde siempre y en todas
las latitudes, recayó sobre la traducción como puente de comunicación entre los pueblos. Traducir es, en todos los
casos, pero en éste de manera más evidente, poner frente a frente no sólo dos
lenguas, sino abiertamente dos culturas.
Queda claro que toda la actividad intercultural de la colonia está impregnada de traducción, constatación que arroja más luz sobre la naturaleza misma de la traducción en las sociedades actuales y no sólo en un sentido estricto. Por otra parte, en un contexto como éste puede observarse con mayor nitidez la importancia de las fases de transformación de las lenguas en los espacios plurilingües. Pero volviendo a nuestro recorrido histórico, la mayor labor de traducción durante la colonia se desarrolla durante los siglos XVI y XVII. Los intérpretes o “nahuatlatos”, también llamados “lenguas” o “farautes”, son verdaderos intermediarios culturales que operan en la “zona fractal” (Gruzinski 1988) y que practican la llamada “transcritura”. Como se ve en las crónicas mestizas (hipotextos, según Genette 1982: 13) derivadas de otros textos, inexistentes y anónimos, se pone de manifiesto esta reconfiguración ya que la voluntad de escribir la historia obedeció a la necesidad de rescatar, en un marco cristianizado, lo que se estaba desmoronando. Por parte de los misioneros, esta iniciativa respondía a la necesidad de dejar testimonio de su labor de evangelización. En estos comienzos de la sociedad novohispana, mestizos como Fernando de Alva Ixtlixóchitl y Domingo Francisco de Antón Muñón Chimalpaín Cuauhtlehuanintzin, oriundo d e Claco, se encargan de “puentear” las diferencias entre las dos culturas. Por su parte, otro noble mestizo: Hernando Alvarado Tezozomoc, que se dice nieto de Moctezuma II, se encarga de escribir su visión de los hechos históricos en dos versiones: una en castellano: Crónica Mexicana (1598) y otra en náhuatl: Crónica Mexicayotl (1609). En cuanto a Alva Ixtlixóchitl, se da a la tarea de reconstruir la historia del reino de Texcoco (la Atenas prehispánica) y el mito del rey Nezahualcoyotl. Su visión es occidentalizada, las proezas del monarca son narradas a la europea, hasta en el estilo. En esta superposición de tradiciones eruditas, de puenteo practicado por los intérpretes/traductores, el fondo histórico se reconfigura como hacen los cronistas anteriores. Otro detalle que permite medir el alcance de esta interpenetración de tradiciones culturales es el testimonio que deja el hermano de Fernando Alva Ixtlixochitl, Bartolomé, quien tradujo al náhuatl obras de Calderón de la Barca, de Lope de Vega y las fábulas de Esopo, como con la intención de crear una cultura moderna en la nueva sociedad mestiza y con ello ilustrar su orgullo nacional. Los jóvenes especialistas bi o trilingües de la clase alta, trabajaron en el ya mencionado Colegio de Santa Cruz de Tlaltelolco, institución que sólo duró veinte años y que estuvo destinada a un público exclusivamente indígena. Una vez cerradas sus puertas, esta nobleza india desplazada, “nepantla”, acabó por acomodarse como intermediaria entre los dos sectores, español e indígena. Es así como el nahuatlato se convirtió posteriormente, en una verdadera profesión que ofrecía privilegios. En este grupo pueden incluirse asimismo a españoles que aprendieron las lenguas locales por haberse casado con indígenas nobles. A tal grado el papel de estos intérpretes/traductores fue trascendente que pronto se expidieron leyes para regular el ejercicio de la profesión, y entre otras cosas quienes la practicaban debían prestar juramento. No obstante, conviene aclarar que sus funciones no estaban tan compartimentadas como en la actualidad, en que se ha convenido en asociar lo escrito sólo con la traducción y lo oral con la interpretación. En todo caso, era evidente que la sociedad colonial los necesitaba. Para el estudio de estos temas resulta capital subrayar la importante labor del arzobispo Juan José de Eguiara y Eguren, en el siglo XVIII, y la del Decano de la Catedral metropolitana José María Beristáin, en el XIX, en la elaboración del inventario de autores y publicaciones de la Nueva España. En el catálogo de Beristáin, basado esencialmente en el de Eguiara y Eguren, se destaca el papel esencial de los traductores en la construcción del acervo bibliográfico novohispano. Beristáin es un buen ejemplo de nacionalismo criollo y de catolicismo ilustrado. El periodo de la Ilustración, en la Nueva España al igual que en Europa, es una época de difusión del saber y, por lo tanto, de muchas traducciones ya que gracias a ellas se garantizaba la circulación del conocimiento. Las clases “ilustradas” novohispanas estaban animadas por una doble tendencia: reivindicar, por un lado, las raíces míticas del pasado indígena, y por el otro manifestar la voluntad de ver hacia el futuro y con ello presentarse como una nación moderna. Conforme pasa el tiempo, la publicación de traducciones, de textos eruditos escritos originalmente en latín, sube en el momento en que la labor de catequización baja, pues ésta se hace ya en castellano convertido, para ese entonces, en la lengua principal. Como apuntábamos anteriormente, si en los primeros cien años de vida colonial la traducción corresponde casi exclusivamente a obras relacionadas con el espectro literario de la catequesis, pues de lo que se trataba era de obrar en la creación del tejido religioso, cultural, social, con el tiempo, la proporción entre traducción y obra de creación se invierte. Del siglo XVII al XVIII se registra un marcado cambio en materia de traducción en cuanto a públicos, temas y lenguas; es decir, que éstos se diversifican. Fuera de la temática dominante en los periodos mencionados, la excepción más notable y trascendente la constituye la elaboración del Códice Badiano (1552), primer documento científico indígena de América. El original fue escrito en náhuatl por Martín de la Cruz, médico indígena que confiesa no tener estudios “profesionales sino que era experto en puros procedimientos de experiencia”. La traducción al latín estuvo a cargo de Juan Badiano, indio de Xochimilco que enseñaba en el Colegio de Tlaltelolco. Este manuscrito fue a parar a la biblioteca del Vaticano de donde Juan II lo devolvió en 1994 al gobierno mexicano. La traducción al español estuvo a cargo del padre Angel María Garibay y fue publicada en 1964. Al siguiente siglo, a pesar del clima de modernidad de la Ilustración, la religión sigue ocupando un lugar central. De ciento cincuenta traducciones registradas durante esa centuria, ochenta corresponden a temas de religión y teología, destinadas al mantenimiento de la devoción. A este respecto conviene mencionar justamente que la primera obra publicada en México (1532) es una traducción al castellano de Scala spiritualis, devocionario de san Juan Clímaco, eremita del siglo VI. Desde entonces, nunca se perdió de vista que la contribución de la traducción a la formación de una sociedad que aspiraba a ser ilustrada era decisiva. En 1767, con la expulsión de los jesuitas de las colonias americanas se produjo una baja notable en la publicación de traducciones del latín. Un hecho tan injusto como decisivo en la vida religiosa y cultural de la sociedad novohispana condujo a un vacío intelectual y espiritual que empujó a la sociedad criolla a reaccionar con violencia en contra de las autoridades peninsulares. La historia tiene perfectamente documentado que hacia fines de ese siglo XVIII, es decir en vísperas de los levantamientos independentistas, la obra de los enciclopedistas franceses, aunque censurada por la Inquisición, circulaba ya fuera en el original o en traducción entre los intelectuales criollos y mestizos. Bien sabido es que el cura Hidalgo se formó en esas fuentes. Y durante el siglo XIX, la vida intelectual de la nueva nación también se alimentó y enriqueció gracias a las ideas y conocimientos que se allegaban por la vía de la traducción. Ya en pleno siglo XX, si tomamos como punto de partida la pos-revolución, el país se despierta con una serie de interrogantes frente la modernidad del mundo circundante. Existe un 80 % de analfabetismo y una terrible penuria en cuestión de materiales de lectura. Cuando se crea la SEP y la UNAM; paralela a creación de los marcos institucionales, había que implementar una política no sólo de alfabetización sino de acercamiento de las masas a la lectura. Así surge la política vasconcelista en materia de lectura desde diferentes trincheras: círculos de lectura, publicaciones en colecciones económicas. Una de las principales estrategias fue la promoción y divulgación de las “obras clásicas” porque para él “reúnen las virtudes que el pueblo debe tener”. Aunque existió un decreto para la creación de una comisión de traductores, responsables de las versiones de obras extranjeras, la mayoría de las ediciones aparecían sin precisar el nombre del traductor ya que se trataba de plagios de ediciones extranjeras y lo que se quería evitar era el pago de derechos. El discurso Vasconcelos sobre la traducción de determinadas obras y su papel en la creación de una nación, pone de manifiesto una visión mística y apostólica. La cruzada vasconcelista estaba fincada en la fe en el libro y por ello había que escoger las “obras constructoras”. Más tarde, Torres Bodet continúa en parte la misión y la visión de Vasconcelos, cuando ocupa la cartera de la SEP; pero critica un poco la opción de su antecesor en lo referente a lo que él considera “lecturas impropias para las necesidades del pueblo”, por lo que introduce los temas indígenas y locales. Trata de proceder a una fusión entre nacionalismo y clasicismo. En esa época también sobresale el papel como traductores de Alfonso Reyes y de Ángel Ma. Garibay, ambos en los temas clásicos. A Garibay se le debe sobre todo el trabajo más sustancial en materia de traducción del náhuatl, seguido por Miguel León Portilla. Garibay y León-Portilla son los responsables de la creación y promoción de los “estudios mesoamericanos”. Como humanista y filólogo, al padre Garibay le interesa particularmente la estilística en el cotejo de las literaturas greco-latinas y náhuatl, sin que le preocupe teorizar. Con ser obras de referencia, sus traducciones son etnocétricas (por remitirse al modelo del latín) e hipertextuales (para hacerlas “comprensibles” homogeneiza y modifica, disuelve lo que cree oscuro y poetiza). Conviene precisar que cuando el historiador se da a la tarea de traducir es porque, en realidad, es más usuario que intermediario, ve el documento como fuente de información; sus opciones al traducir nos resultan más trascendentes porque crean nuevos sentidos y construyen una lectura historiográfica del documento. La lectura de la historia también sirve para construir imaginarios. Por su parte, Miguel León-Portilla se presenta como “un pobre traductor”; sin embargo, sus trabajos no van acompañados de una reflexión traductológica, sólo hacen alarde de erudición filológica. Rara vez anexa el original que permitiera a los especialistas y conocedores identificar en qué consistieron sus “adaptaciones e interpretaciones”. En cambio, sí suele criticar acerbamente otras traducciones como las de John Bierhost y de Amos Segala, con quienes tiene visibles discrepancias en cuanto a visiones del pasado. En términos generales no hay que perder de vista que la traducción debe ser, en cierto modo, objeto de sospecha, salvo en el caso del historiador que traduce porque aduce “autenticidad” de fuentes e informantes en quienes se apoya. Al acercarnos al papel
que desempeñó la traducción en un determinado periodo histórico, como en el
caso arriba expuesto, es preciso tener presente que el texto producido no
obedece a un capricho individual, a una iniciativa personal y subjetiva, es
decir que en tanto que práctica cultural se trata de un fenómeno colectivo, de
suerte que el acervo rescatado se convierte en un producto histórico y, como
tal, sujeto a la interpretación a la que puede someterse todo testimonio
histórico que, a su vez incide en la evolución de la cultura de la que surge.
Ya hemos dicho antes que
toda traducción genera nuevas representaciones del Otro y de alguna manera da
lugar a que el destinatario de la versión en la lengua de llegada se apropie de
eso que el Otro vehicula. Desde una perspectiva ideológica, en el contexto del
nacionalismo, esas aportaciones, vía las traducciones,
[2]
acaban por ser consideradas como propias presuponiendo con ello que la cultura
local se basta a sí misma sin necesidad de recurrir a lo ajeno para
evolucionar. Nada más equivocado; estas posturas etnocentristas parecen perder
de vista que las culturas se transforman justamente gracias a los intercambios,
en el caso que nos ocupa a través de las traducciones.
Estudios culturales y traducción.
Uno de los argumentos
esgrimidos para vincular interculturalidad y traducción fue el carácter
pluridisciplinario de los enfoques desde los cuales ambas nociones pueden ser
abordadas. Convergentes también en cuanto a su implicación en varios campos
disciplinarios, los llamados “Estudios culturales” arrojan una luz
esclarecedora sobre algunos de los fenómenos evocados anteriormente. Si
partimos de la base de que estas nuevas líneas de investigación se orientan
explícitamente hacia campos como la identidad cultural, el género, colonialismo
y es poscolonialismo, la raza y la etnicidad, el discurso y la textualidad, la
historia, entre otros ámbitos de estudio (Reynoso 2000:24), a la vista saltan
la infinidad de puentes que pueden tenderse con los objetos abordados sobre
todo por la interculturalidad pero también por la traducción De hecho,
especialistas como Susan Bassnet hacen notar que el desarrollo de los estudios
culturales converge en ciertos aspectos con el de los estudios sobre la
traducción (Cruz 2003:3) ya que a ambos les interesa de manera central el
“análisis intercultural”.
En
todo proceso de transformación cultural se produce una traslación de
significados que también podemos observar en las operaciones de traducción y
que, vista desde otro ángulo, es en sí una manifestación de interculturalidad.
En todo caso, afines con muchos de los planteamientos de la posmodernidad, los
estudios culturales subrayan el carácter dinámico de toda identidad y, por
ende, de toda cultura, de suerte que las igualmente cambiantes maneras de
asumirse en su diferencia, como individuos o como grupo, acarrean una profunda
movilidad en las representaciones de la alteridad. Es aquí donde la traducción
permite en buena medida identificar esos procesos de transformación, en esa
frontera donde las tensiones entre lenguas y culturas hacen surgir un nuevo espacio, generador a su
vez de nuevas identidades. Por sólo citar un caso por demás cercano y
elocuente, pensemos en la literatura chicana; pero también cabría mencionar,
aunque bajo otras modalidades, el de las literaturas francófonas que expresan
ricamente las tensiones identitarias, lingüísticas y culturales de las
sociedades poscoloniales.
Sin
omitir señalar que los frailes llegados a México-Tenochtitlan desplegaron toda
suerte de estrategias para comunicar directamente con las masas indígenas,
cuando describimos la fase de castellanización encabezada por los primeros
misioneros, antes de que los nahuatlatos formados por ellos se convirtieran en
los verdaderos motores de la propagación de la lengua del colonizador, la
intención era subrayar la complejidad de un proceso que, en ocasiones, se
asocia exclusivamente a la labor realizada por la Malinche. Comentamos que esto
resultaba una reducción un tanto simplista, si bien tal explicación legendaria
ocupa un lugar importante en nuestro imaginario. No obstante, la figura de la
concubina de Cortés me parece más emblemática de un aspecto todavía más
simbólico pues “prefigura una realidad de mestizaje cultural un tanto
diferente, que consistiría en un comportamiento activo […] destinado a
trascender tanto la forma cultural propia como la forma cultural ajena, para
que ambas, negadas de esta manera, puedan afirmarse en una forma tercera,
diferente de las dos” (Echeverría 1994:135).
Conclusión
El propósito de lo anteriormente
expuesto fue señalar en qué medida la traducción en tanto que proceso, pero
también como producto, está profundamente emparentada con lo que el concepto de
interculturalidad persigue poner de manifiesto.
En la traducción va
implícita la aceptación de la alteridad, y quien la practica dispara el doble
juego de ida y vuelta entre la lengua/cultura de partida frente a la
lengua/cultura de llegada. En esta dialéctica, al poner en circulación nuevos
saberes o formas de ver la realidad, el traductor propicia hibridaciones de
esquemas culturales, de valores y otras formas de simbolización que, hoy por
hoy, son la marca de las sociedades actuales.
Bibliografía
[1] Me refiero concretamente a la multitud de informaciones de toda índole -social, política, tecnológica, publicitaria, cultural en general- muy a menudo originadas en otras lenguas, con que las nos vemos bombardeados a través de una infinidad de soportes mediáticos y que han pasado previamente por un proceso de traducción del que ya no estamos conscientes.
[2]
Por ejemplo, en el periodo pos-revolucionario,
las obras de los clásicos en la campaña promovida por Vasconcelos.
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